Hace
muchos, muchos años, existió un hombre que soñaba con cumplir sueños ajenos.
Desde pequeño, los sueños habían sido muy importantes para él. A medida que fue
creciendo, se dio cuenta que a muchas personas les era dificultoso hacer
realidad lo que soñaban y, lo que era peor, a muchos otros, les era imposible
soñar.
Y entonces,
soñó la manera de ayudar a la gente a concretar sus sueños, y
como lo soñó con todo el corazón, lo hizo realidad. Con todos sus ahorros,
construyó así la primera (y única) “Fábrica de sueños”. Muchos dijeron que
estaba loco, otros lo ayudaron a cumplir su meta.
Trabajaron
muy duro y construyeron un edificio con muchas oficinas. La fábrica tenía
diferentes dependencias: “Sueños ambiciosos”, “Sueños motores”, “Pesadillas”, y en el último piso y atendida
por su dueño, estaba la oficina de los “Sueños Imposibles”.
A esta
última costaba un poco llegar, pero se llegaba siempre porque para Bruno, su
dueño, no había ningún sueño que no se pudiera hacer realidad. Después de mucho
trabajo, muchas críticas y algunos elogios, la fábrica se inauguró. Como de
sueños se trataba y de esos que se sueñan despiertos, cada persona que entraba
veía a la fábrica de diferente manera.
A quienes
tenían sueños sencillos, la fábrica les parecía una simple construcción, cálida
y agradable. Por el contrario, quienes tenían pesadillas veían un castillo
lleno de telarañas donde crujían todos los rincones. Dicen que quienes soñaban
con ser artistas, podían escuchar, al entrar, música que nadie tocaba y
aplausos que nadie brindaba.
Los que
soñaban con un gran amor, aseguraban haber sido atendidos por un angelito que
los guiaba con una flecha a su destino tan ansiado. Y como siempre se dijo que “soñar
no cuesta nada”, Bruno jamás cobró por sus servicios.
La fábrica
trabajaba día y noche buscando amores correspondidos, teatros a sala llena con
público que aplaudiera de pie, o logrando –simplemente- un helado de siete
sabores. Pero, sin duda, su mayor esfuerzo era enseñarles a las personas que
para los sueños, también hay que trabajar y luchar.
Esta era la
parte más difícil del trabajo de Bruno. La gente llegaba a su fábrica creyendo
que, con sólo expresar en voz alta su deseo, el mismo ya podría ser cumplido.
- A un sueño hay que ayudarlo
– decía siempre Bruno- hay que trabajar para lograr lo que uno desea y a veces
mucho -Agregaba a sus sorprendidos clientes.
Muchos no
lo entendían y se retiraban de la fábrica enfadados y desilusionados. Por el
contrario, quienes sí entendían de qué se trataba, trabajaban duramente por
lograr su cometido.
Y así era
que podía verse en cada oficina, personas estudiando mucho, entrenando,
ensayando, reflexionando sobre sus defectos para poder hacer felices a otros.
Magos que aprendían trucos sin trucos, payasos que ensayaban rutinas insólitas
para lograr la risa más sonora que se hubiese escuchado jamás.
También
había cocineros probando sabores nuevos, recetas locas, combinaciones exóticas,
todo por lograr el plato ideal, la comida más rica jamás preparada. Había
muchos escritores que borraban, volvían a escribir, hacían bollitos de papel y
todo en busca de su tan ansiado libro y otros, que soñaban con salvar el
planeta que iban recolectando y reciclando todos los residuos que la fábrica
generaba.
Fueron
tiempos felices, donde la mayoría de la gente empezó a entender que un sueño no
sólo se sueña, se construye, se defiende, se sostiene y luego se logra.
Dicen,
quienes recuerdan aquellos tiempos, que mientras la fábrica estuvo abierta hubo
menos robos y los noticieros daban más noticias buenas que de las otras. También
aseguran que la gente enfermaba menos y entonces, médicos y enfermeras usaban
el tiempo libre que tenían en concretar sus propios sueños. Los ahorros de
Mario se iban acabando, mucho había invertido y nada ganaba, sin embargo él no
pensaba en eso y seguía adelante.
- Deberíamos empezar a cobrar
¿no le parece Bruno? –Preguntaba Alma, su fiel colaboradora.
- De ninguna manera ¡Cobrar
por ayudar a cumplir un sueño! ¡Ni soñando!
- Las reservas se acaban, yo
se lo que le digo –Insistió la joven.
Sin
embargo, Bruno hizo oídos sordos a lo que decía su amiga. Era consciente que ya
casi no había dinero para sostener la fábrica en marcha, pero su deseo de
seguir ayudando pudo más.
Bruno trataba de ajustar lo
más que podía el presupuesto, pero sabía que tarde o temprano, en realidad, más
temprano que tarde, el dinero se acabaría por completo.
- ¿Has visto Alma? Esa joven
ha encontrado el amor- Comentó entusiasmado, un día Bruno.
- No queda dinero en el banco,
¿cómo podremos seguir? –Dijo la joven.
Bruno no
respondió. No toleraba la idea de perder la fábrica. Y llegó el día tan temido.
La fábrica cerró sus puertas. Su dueño no fue el único que sufrió la pérdida,
pero si fue el que más lo hizo. Sentado en la puerta del gran edificio ya
vacío, pensaba en que no había hecho las cosas bien y se culpaba por no haber
escuchado a Alma.
Comenzó a
invadirlo una gran sensación de fracaso. Al día siguiente de cerrar la fábrica,
Alma volvió a ella, sabiendo que encontraría a Bruno como todos los días.
Se sentó a su lado, en el
umbral de la puerta. Bruno no apartaba la mirada del suelo.
- He fracasado – Dijo sin mirar
a su amiga.
- Ya lo veremos – Respondió Alma.
Bruno no entendió las palabras
de ella, pero no tardaría en hacerlo.
Con el
tiempo comenzó a darse cuenta que la mayoría de las personas habían aprendido
que soñar era mucho más que desear algo. Vio que el fruto de su esfuerzo se
reflejaba en niños sanos, amores correspondidos, aplausos sentidos y gente
feliz.
Se dio
cuenta que, a pesar de que la fábrica hubiese tenido que cerrar sus puertas, la
gente no sólo no había dejado de soñar, sino que trabajaba con ahínco por
lograr sus metas.
No había
sido en vano, no había soñado un sueño imposible. Había abierto en cada persona
una puerta que ya no podría volver a cerrarse.
Y entonces
fue feliz, aún más de lo que había sido siempre.
Fin